¡CON LAS MANOS EN LA SANGRE!
Por Gustavo Espinoza M.*
Suele ocurrir que a los vulgares delincuentes se les pille con las manos en la masa. Pero ocurre que Alberto Fujimori no es propiamente un vulgar delincuente. Es bastante más. Por eso se puede decir que a él, lo pillaron con las manos en la sangre. Y es verdad.
En efecto, cada diligencia del juicio que se le sigue en el tribunal especial que lo juzga, concluye con una sensación de miseria, violencia y muerte, de tortura y crimen. Palabras que se suman una a otras, construyendo una pirámide de horror que no encuentra parangón con hechos conocidos en nuestra historia.
Es verdad que antes ocurrieron en el Perú acontecimientos macabros, como la ominosa masacre de Chan Chan, a comienzo de los años 30, o el fusilamiento de los marineros del Callao en el mismo periodo, o incluso el exterminio de las poblaciones selváticas de la amazonía en los años de la guerra del caucho. Pero nada de eso se pasaba por televisión. Y a nada, tampoco, tuvo acceso el común de la gente como ocurre ahora cuando basta prender la “caja boba” para sentir cómo fluye la sangre, lenta, pero inexorable. .
Y es que se suman testimonios, documentos, declaraciones que colocan al acusado principal del proceso y a sus cómplices más inmediatos -los militares del cogollo- en un callejón sin salida.
Ni los esfuerzos de sus abogados que los defienden, ni la benévola parsimonia de los jueces, logran atenuar el efecto de declaraciones como las que recientemente hicieran ministros como Jorge del Castillo; periodistas como Edmundo Cruz o incluso desertores del “grupo Colina” acogidos a la ley de arrepentimiento y a la colaboración eficaz, como José Tena Jacinto, Marcos Flores Albán, o José Alarcón Gonzales.
Si don Manuel González Prada -el histórico y polémico ensayista de la República Aristocrática- aseguraba que las cosas marchaban en el Perú en un grado de corrupción tal que donde se ponía el dedo saltaba la pus; hoy puede aseverarse sin ninguna duda que en el juicio al ex dictador nipón, donde se pone el dedo, salta la sangre.
Se trata del crimen de Barrios Altos, de noviembre de 1991, de los estudiantes de la Universidad Nacional de Educación de la Cantuta secuestrados y asesinados en julio de ese año, el periodista Pedro Yauri, o de los jóvenes de la Universidad Nacional del Centro, o de los campesinos del Valle del Santa. Pero también de los intervenidos en diversas operaciones ilegales ocurridas a lo largo y ancho del país, y no sólo de las acciones del Grupo Colina.
Pero sobre todo, se trata de una metodología del terror, regida por manuales e impuesta desde el Estado para perpetuar un esquema de dominación castigando de manera brutal a la población más desvalida. .
Ordenadas como “detenciones” terminaban las capturas inexorablemente en la “liquidación de los detenidos”. Y el término, era el sinónimo de rigor para significar muerte. Y en todos los casos, las “órdenes” provenían de “arriba”, es decir de las estructuras superiores de la Fuerza Armada, del general Nicolás Hermoza Ríos -Comandante del Ejército- componente esencial de la mesa de tres patas que era el Poder bajo el fujimorato.
Algunos datos recogidos al vuelo nos permiten subrayar la magnitud de lo ocurrido. Citar, por ejemplo que en el llamado “periodo de violencia” en el Perú -es decir en los veinte años finales del siglo pasado- hubo una definida relación entre pobreza, exclusión social y muerte. El Informe de la Comisión de a Verdad reconoce, en efecto, que en el departamento de Ayacucho, uno de los más pobres y atrasados de la región andina, se concentró el 40% de los muertos y desaparecidos que fueron reportados ante esa entidad.
Al añadirle la secuela de violencia ocurrida en los otros departamentos del llamado Trapecio Andino, nos encontramos que se registra el 85% del total de las víctimas, que suma 70 mil peruanos.
Pero, además, se ha constatado que la violencia azotó sobre todo a la población campesina dado que el 79% de las víctimas vivía en zonas rurales en tanto que el 56% se ocupaba de actividades agropecuarias. Pero, además, el 75% de las víctimas fatales eran quechuahablantes y el 40% tenía un nivel educativo inferior a la educación secundaria.
Pero además, la mayoría eran jóvenes -el 60% de las víctimas-, a los que el régimen de entonces les tenía particular aprensión. Después de todo, la juventud podía unir la agresividad a la audacia, y convertirse en una amenaza objetiva para el orden establecido gracias a la ley de la selva.
Esta categórica realidad, configura una verdadera guerra de exterminio contra las poblaciones más abandonadas del país, excluidas sistemáticamente de la vida peruana por una oligarquía envilecida y en derrota. Pero deja virtualmente sin habla a la prensa mafiosa que hoy prefiere alentar el chovinismo guerrerista, hablando del armamentismo de los vecinos.
Para los efectos del debate judicial los áulicos del régimen depuesto insisten en formulaciones ambiguas pretendiendo encontrar diferencias entre una “detención ilegal” y “un secuestro”, o arguyen que no existe documento alguno mediante el cual Alberto Fujimori dispusiera una ejecución, u ordenara un crimen.
Para la jurisprudencia internacional es común no referirse al secuestro, o al asesinato de personas. Suele usar expresiones más sutiles, menos contenciosas, pero no por ello menos contundentes. De ese modo, en el escenario mundial se considera que los delitos contra los derechos humanos son básicamente cinco: privaciones ilegales de la libertad, ejecuciones extrajudiciales, desaparición forzada de personas, tortura institucionalizada y uso de centros clandestinos de reclusión. Todos ellos se configuran largamente en el proceso.
Y en todos se perfila la imagen de quienes, ostentando posiciones de Poder, combatieron al pueblo con procedimientos salvajes que la conciencia humana repudia. Y que, al actuar, no dieron órdenes escritas por miedo a la historia y a la cárcel, que hoy los espera. Como el uso de estos mecanismos de horror vive en la memoria de la gente, ni Fujimori ni quienes son juzgados por esos crímenes, podrán librarse de una justa pena.
No es eso lo que buscan ahora, entonces. Lo que traman vendrá después: un indulto que el gobierno de García Pérez disponga para auxiliar a quien hoy asoma como el principal responsable de los crímenes consumados en el Perú en la última década del siglo pasado.
Es bueno advertirlo desde hoy, para enfrentarlo con firmeza.
(*) Del Colectivo de Nuestra Bandera. www.nuestra-bandera.com
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